sábado, 5 de diciembre de 2009

EL MITO DE "FESTUNG MALVINAS" (Abril de 2007)

Recientemente varios medios argentinos han resaltado el poderío de la base inglesa en las Malvinas, presentando al archipiélago como una fortaleza inexpugnable: basta sin embargo un somero análisis de dichas defensas para constatar que, a pesar de las declaraciones del oficial a cargo, las mismas serían insuficientes “para evitar que 1982 se repita”.
Los británicos cuentan con un total de 1.700 efectivos concentrados en Mount Pleasant, cifra que incluye al personal del aeropuerto y servicios tales como intendencia. La RAF está representada por cuatro Tornado F.3, que se verían ciertamente en apuros para poder contrarrestar a la treintena de cazabombarderos A-4AR Fighting Hawk (más contingentes menores de cazas Mirage 5P, Mirage IIIEA y Finger) de la Fuerza Aérea Argentina. La defensa aérea se basa principalmente en el misil Rapier, cuyo debut operacional en 1982 fue un auténtico fiasco: si bien la empresa British Aerospace, ávida por captar clientes, proclamó entonces con bombos y platillos que los 45 ejemplares lanzados habían obtenido 14 derribos confirmados y 6 probables, en realidad apenas tres misiles habrían alcanzado sus blancos (y sólo uno de ellos de forma fehaciente), arrojando así en el mejor de los casos un magro índice de eficacia de menos del 7 %. Finalmente, la flamante nave insignia de la flotilla kelper es el HMS Clyde, una embarcación de patrulla de 1.850 toneladas de desplazamiento armada con un cañón de 30 mm y dos ametralladoras: como comparación, señalemos que cada uno de los cuatro destructores alemanes MEKO 360 de la Armada Argentina (complementados por seis corbetas MEKO 140 y tres A69 francesas) desplaza prácticamente el doble que el Clyde y cuenta con un armamento integrado por un cañón polivalente de 127 mm, ocho cañones antiaéreos de 40 mm, otros tantos misiles antibuques MM 40 Exocet, un lanzador óctuple de misiles antiaéreos Albatros y seis tubos lanzatorpedos antisubmarinos.
Como puede verse, las fuerzas desplegadas por los británicos en las Malvinas son claramente insuficientes para impedir por sí solas una invasión en gran escala. ¿Tienen entonces dichos efectivos un valor meramente simbólico? Obviamente no. La presencia de la guarnición inglesa se limita a un objetivo concreto: asegurar la base de Mount Pleasant para posibilitar así el arribo de refuerzos por vía aérea. El equilibrio inicial así logrado se inclinaría tras un par de semanas inexorablemente a favor de Inglaterra con la llegada al teatro de operaciones de submarinos nucleares que impusieran un bloqueo marítimo y finalmente de una fuerza de tareas.
¿Pero cómo puede Inglaterra darse el lujo de reducir dichas fuerzas al mínimo imprescindible? En gran medida gracias a la pasividad del gobierno argentino. Por increíble que parezca, a casi cuatro años de haber asumido el poder el presidente Néstor Kirchner aún no ha presentado una estrategia coherente, realista y eficaz respecto a las Malvinas. El patagónico, de ordinario tan proclive a la retórica de barricada, ha revelado una llamativa indiferencia hacia uno de los principales temas de la política exterior argentina, tal como lo demostró con su inexcusable ausencia al acto por el 25° aniversario del conflicto de 1982. Los recientes anuncios de sus subalternos relativos a la prospección petrolera carecen de consecuencias prácticas y sólo parecen tener como meta las próximas elecciones: de hecho, ninguna presión concreta se ha hecho sobre Gran Bretaña para forzar a ésta a abandonar su intransigencia y forzarla a volver a la mesa de negociaciones. Mientras tanto, una estrafalaria ministra de Defensa impone a las Fuerzas Armadas absurdas hipótesis de conflicto centradas en la defensa (¿contra quién?) del Acuífero Guaraní: un resabio más de la trasnochada ideología setentista que impregna los actos del actual gobierno.
¿Constituye acaso este artículo una incitación a repetir los hechos de 1982? Parece innecesario aclarar que nadie en su sano juicio puede propiciar una reiteración de la desatinada aventura militar de un dictador que intentó manipular en provecho propio una causa legítima a costa de las vidas de centenares de argentinos. No: Argentina debe desplegar una sagaz política dual de “látigo y zanahoria”, adoptando la misma dureza que sus interlocutores en lo referido a las Malvinas pero mostrándose a la vez flexible y “cordial” en el resto de sus relaciones con Gran Bretaña, fomentando incluso las inversiones inglesas en nuestro país. Sería utópico pretender recuperar las Malvinas por la fuerza, pero no lo es forzar a Gran Bretaña a gastar dinero y nervios hasta un grado tal que obligue al gobierno inglés, disipado definitivamente el espejismo de la presunta riqueza petrolífera (una patraña urdida en la posguerra para revestir al archipiélago de un potencial económico espurio) y presionado por un eventual lobby pro-argentino de inversores británicos, a cuestionarse seriamente el sentido de mantener un remoto y diminuto enclave colonial con el exclusivo fin que 2.400 pelagatos puedan seguir practicando su afición por la cerveza, los dardos y las ovejas.
Para empezar, Argentina debería denegar el ingreso a su territorio a todo turista extranjero que luciera en su pasaporte el sello de las autoridades kelpers: tal restricción (similar a la practicada por Grecia contra la ilegal republiqueta montada por Turquía en el norte de Chipre) afectaría seriamente al turismo de las Malvinas, que actualmente suma 50.000 visitantes anuales, mayormente pasajeros de cruceros que recorren el Atlántico Sur. Asimismo, se debería incrementar la presión sobre aquellas embarcaciones munidas de licencias de pesca expedidas en las Malvinas. En cuanto al aspecto militar, los medios navales y aéreos argentinos deberían ser inteligentemente empleados en una política de provocación, ingresando en forma constante y fugaz al área ilegalmente impuesta por Gran Bretaña en torno al archipiélago pero evitando al mismo tiempo todo choque con fuerzas británicas. El objetivo de dicha táctica sería someter a las tropas de ocupación inglesas a una constante guerra de nervios, obligándolas a mantenerse en alerta ininterrumpida e incrementar sus efectivos. No debe permitirse que los soldados británicos en las Malvinas vivan como hasta hoy en la ilusión de un exilio dorado en medio de simpáticos pingüinos: muy por el contrario, deben vivir con la sensación de hallarse en unas islas olvidadas de la mano de Dios y situadas a 12.000 km de su patria pero a apenas 700 km de un país hostil que en el momento menos pensado puede descargar un zarpazo.
Tal estrategia se vería decisivamente reforzada por el desarrollo o adquisición de un misil táctico de mediano alcance similar al malogrado Cóndor II, que con su alcance teórico de 1.000 km y su ojiva de 500 kg era una seria amenaza para las islas. No se pretende aquí alentar una onerosa carrera armamentística o regodearse ante la idea de borrar del mapa a Puerto Stanley (por más tentadora que resulte la segunda perspectiva), pero desde un punto de vista estrictamente pragmático hay que admitir que dicha arma fue la única carta de peso de la que ha dispuesto Argentina con posterioridad al conflicto: la cancelación del proyecto en 1993 por parte del gobierno de Carlos Menem, cediendo a la presión de Estados Unidos, fue un grosero error, ya que ni siquiera fue negociada con habilidad a cambio de concesiones sustanciales por parte de Gran Bretaña. No en vano el Cóndor II desveló durante años al gobierno inglés: por ejemplo, en el hipotético caso de una invasión un goteo regular de misiles sobre Mount Pleasant durante el crucial intervalo comprendido entre la partida de la flota argentina de sus bases y el desembarco en las playas malvinenses impediría o jaquearía decisivamente el puente aéreo entre las Malvinas y Gran Bretaña. Incluso la mera existencia de tal arma obligaría automáticamente a Inglaterra a mantener una guarnición considerablemente mayor que la actual, lo cual demandaría un monto superior a los 150 millones de dólares anuales destinados hoy a tal fin.
Pero obviamente no basta hacerles la vida imposible a los kelpers. Más importante aún, Argentina debe al mismo tiempo demostrar que es un país previsible, confiable y con un grado razonable de bienestar, entre otras cosas porque ello sería condición esencial para disipar los reparos de la corona británica a desprenderse eventualmente a algunos de sus súbditos menos valiosos y colocarlos bajo la soberanía de nuestro país. Obviamente estamos hablando de un proceso que se extendería por décadas y que demandaría dosis considerables de habilidad y paciencia: sin embargo, se trata de una causa justa en la cual Argentina no tiene nada que perder por la sencilla razón que el territorio en cuestión ya se halla en manos enemigas. Con las negociaciones estancadas como lo están actualmente, sólo una firme presión diplomática y militar, conducida de forma responsable y consecuente, parece tener alguna posibilidad de éxito: y ello parece una mejor alternativa que la actitud del actual gobierno de quedarse de brazos cruzados mientras que se somete a las armas de la República a una grotesca doctrina estratégica completamente enajenada de la realidad.