sábado, 5 de junio de 2010

LA GUERRA DE LOS SESENTA AÑOS (Mayo de 2008)

 
Puede decirse sin exagerar que la fundación del Estado de Israel en 1948 fue, por así decirlo, el Tratado de Versalles de la Segunda Guerra Mundial, con la particularidad de que esta vez la aplastante carga representada por las “reparaciones de guerra” no fue impuesta al bando perdedor sino a un tercero totalmente ajeno al conflicto. Y así como la arbitraria invención de la fantasmagórica “Ciudad Libre de Danzig” proporcionó pasto al nacionalsocialismo y fue una de las causas de la Segunda Guerra Mundial, así también la decisión de crear un Estado judío en Palestina pasando por encima del derecho de autodeterminación de la población local sembró las simientes del fundamentalismo islámico contemporáneo y dio origen a un conflicto que, con interrupciones, cumple hoy sesenta años de duración.
 
El 29 de noviembre de 1947 la Asamblea General de las Naciones Unidas promulgó la Resolución 181, la cual asignaba el 56 % del territorio de Palestina al futuro Estado de Israel: una flagrante injusticia teniendo en cuenta que los colonos judíos representaban solamente un tercio de la población local y eran propietarios de apenas un 5,8 % de la tierra. Si la decisión de los vencedores de la Segunda Guerra Mundial de materializar el ideal sionista -cuyo engañoso lema era “una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra”- a costa de la población nativa fue claramente ilegal (por ejemplo, la ONU se negó por motivos obvios a efectuar un plebiscito), dicha inmoralidad quedó empequeñecida por los brutales métodos empleados por las fuerzas paramilitares hebreas (Hagana, Palmach y especialmente los grupos terroristas Irgun y “Pandilla Stern”) a partir de diciembre de ese año. Tal como el prestigioso historiador israelí Ilan Pappe lo señala en su libro The Ethnic Cleansing of Palestine, la mal llamada “guerra de independencia” -dado que los británicos terminaron espontáneamente su mandato el 14 de mayo de 1948, las ulteriores operaciones bélicas de los sionistas no tuvieron como objetivo finalizar una dependencia ya caduca sino lisa y llanamente apoderarse de territorio árabe- implicó una despiadada limpieza étnica a fin de lograr un Estado judío “puro” (ya Theodor Herzl y los líderes sionistas que lo sucedieron habían rechazado tajantemente la sola idea de un Estado donde hebreos y árabes convivieran pacíficamente), en lo que constituye uno de los crímenes menos conocidos del siglo XX.
 
Entre las atrocidades cometidas se contó el asesinato de miles de civiles indefensos (de las 31 masacres confirmadas citemos únicamente las de Balad al-Shaykh, Sa’sa, Deir Yassin, Ayn al-Zaytun, Tantura, al-Lydd, Sadsaf, Hula, Saliha y Dawaymeh, en cada una de las cuales perecieron como mínimo 60 personas), la deportación de 800.000 seres humanos (solamente en Haifa y Jaffa fueron expulsados de sus hogares respectivamente 75.000 y 50.000 habitantes ante la pasividad cómplice de las tropas británicas) y la destrucción de 11 ciudades o vecindarios y 531 aldeas (en el transcurso de este urbicidio casas particulares, escuelas, mezquitas e incluso templos cristianos fueron sistemáticamente saqueados y dinamitados). Tales hechos no fueron en modo alguno accidentales sino que obedecieron fielmente a las directivas del Plan D o Dalet, promulgado el 10 de marzo de 1948 por David Ben-Gurion, futuro premier del Estado judío. Vale la pena citar un fragmento de dicho documento: “Estas operaciones deben ser ejecutadas de la siguiente manera: ya sea destruyendo poblaciones (incendiándolas, dinamitándolas y sembrando minas en los escombros) y especialmente aquellos centros poblacionales de difícil control permanente; o montando operaciones de rastrillado y control de acuerdo a las siguientes líneas de acción: rodeo de las poblaciones y realización de una razzia en las mismas. En caso de resistencia las fuerzas armadas deben ser exterminadas y la población expulsada fuera de las fronteras del Estado”. Las milicias sionistas no trepidaron incluso en contaminar el suministro de agua de Acre con gérmenes tifoideos, lo que fue confirmado por delegados de la Cruz Roja Internacional y médicos militares ingleses. Ante tal orgía de violencia, poco puede sorprender que la fundación del Estado de Israel, tan celebrada en Occidente, represente un trauma terrible en la historia palestina y sea conocida como Al-Nakba, es decir, “la Catástrofe”…
 
Al producirse la finalización oficial del conflicto, Israel se había apoderado de la mitad del territorio que la ONU asignara al Estado árabe y se hallaba así en posesión del 78 % de Palestina. El 85 % de la población árabe de lo que era ahora el Estado de Israel había devenido en refugiados: con la mayoría de los hombres confinados en campos de prisioneros, mujeres y niños habían quedado a merced del hambre y de epidemias de malaria, tifus, difteria y escorbuto. En un tardío gesto de arrepentimiento, el 4 de noviembre de 1948 la Asamblea General de la ONU promulgó la Resolución 194, que establecía el derecho de los refugiados a regresar a sus hogares: sin embargo, Israel jamás acataría dicha resolución y muchos de los sobrevivientes de la desarabización de Palestina languidecen aún hoy junto con sus descendientes en los campos de refugiados de Cisjordania y los países vecinos.
 
Así como Turquía aún no ha realizado un mea culpa por el genocidio cometido contra el pueblo armenio durante la Primera Guerra Mundial, así tampoco el Estado de Israel ha reconocido oficialmente los crímenes cometidos en 1948. Peor aún, dicha limpieza étnica es sistemáticamente negada por propagandistas incondicionales del sionismo (nombremos solamente al inefable Marcos Aguinis) esgrimiendo argumentos tan cínicamente absurdos como “Israel sólo se defendió de un intento árabe de provocar un segundo Holocausto” y “los palestinos abandonaron voluntariamente el país obedeciendo órdenes impartidas por la radio árabe”. El primer mito oculta deliberadamente el hecho de que Israel jamás corrió peligro de sucumbir (la superioridad de sus milicias en adiestramiento y armamento era aplastante) e invierte groseramente causa y consecuencia: la tardía e infructuosa intervención de los países árabes fue una reacción al terrorismo iniciado por los sionistas el 11 de diciembre de 1947 con la masacre de Tirat Haifa, es decir, cinco meses antes del estallido oficial del conflicto (antes del 15 de mayo de 1948 ni un solo soldado regular árabe ingresó a Palestina, a pesar de que para entonces más de 200 aldeas palestinas habían sido ocupadas y un cuarto de millón de personas deportadas). En cuanto a la segunda versión, ya a principios de los años ‘60 dos académicos (el inglés Erskine Childers y el palestino Walid Khalidi) la demolieron en forma contundente mediante la minuciosa revisión de las grabaciones de archivo de las estaciones de escucha norteamericanas y británicas en Cercano Oriente. Ello no impide que, en una época donde la negación de los genocidios judío y armenio está penada por la ley de varios países, la terrible limpieza étnica sufrida por el pueblo palestino a partir de 1948 continúe siendo puesta en duda con obscena impunidad.