sábado, 11 de enero de 2014

LA CUENTA DEL CARNICERO

Ya durante la agonía del recientemente extinto Ariel Sharon tuvimos ocasión de asistir al desfile de gobernantes de todo el planeta expresando su pesar por el estado de salud del premier israelí y alabando sus presuntos esfuerzos a favor de la paz. Ante tal insólita metaformosis del agresivo halcón de otrora en pacífica paloma, vale la pena trazar un breve curriculum de dicho personaje: en los países anglosajones es común aludir a “the butcher’s bill” (“la cuenta del carnicero”) al realizar el recuento de muertos tras la batalla, y en el caso de Sharon dicha expresión se torna particularmente apropiada.
 
Nacido en 1928 de padres rusos emigrados a Palestina en 1922, Ariel Scheinerman (tal su verdadero apellido, que cambiaría debido a su resonancia excesivamente germánica) tuvo una precoz relación con la violencia: ya a la tierna edad de 14 años se alistó en las filas de la Haganah, organización paramilitar judía durante el mandato británico en Palestina. Una vez fundado el Estado de Israel en 1948, Sharon ingresó en el ejército y no tardó mucho tiempo antes de que consumara su primera hazaña bélica: en 1953 un destacamento bajo su mando (denominado “Unidad 101”) masacró en la aldea de Qibya a 69 civiles palestinos, mayormente mujeres y niños.

Sharon se destacaría durante las dos siguientes guerras iniciadas por Israel contra sus vecinos árabes: en 1956, cuando la terna Israel, Inglaterra y Francia agredió a Egipto con motivo de la nacionalización del canal de Suez, y en 1967, ocasión en la que, sin mediar declaración de guerra, Israel perpetró un “golpe preventivo” (eufemismo del cual otros ejemplos célebres son las invasiones de Rusia por parte de Hitler en 1941 y de Irak a manos de Bush en 2003) contra Siria, Jordania y Egipto, haciéndose de un botín consistente en los altos del Golán, el sector oriental de Jerusalén, Cisjordania, la franja de Gaza y la península del Sinaí. Pero fue en 1973, durante la Guerra de Yom-Kippur, que la popularidad de Sharon alcanzó su cenit al comandar las columnas blindadas israelíes que cruzaron el canal de Suez. Ello le valió en 1977 el cargo de ministro de Agricultura, desde el cual impulsó obstinadamente la construcción de asentamientos judíos en los territorios ocupados, en flagrante contravención de las resoluciones de las Naciones Unidas y la Convención de Ginebra.

En 1982 Sharon ocupaba el cargo de ministro de Defensa y fue uno de los principales responsables de la invasión del Líbano, llevada a cabo por 3.000 vehículos blindados y 80.000 soldados. Beirut, llamada “la París del mundo árabe”, sería reducida a escombros, y 18.000 civiles libaneses perderían la vida en el curso de dicha brutal agresión. 

Pero lo peor estaba por venir. Miles de civiles palestinos se hallaban confinados en los campos de refugiados de Sabra y Shatila, cuya custodia estaba encomendada a Israel. En la noche del 17 de septiembre de 1982 las tropas judías abrieron de par en par los portones y permitieron la irrupción de las milicias cristianas libanesas, quienes a la luz de los reflectores de las torres de vigilancia masacraron de forma bestial a más de tres mil seres humanos. A partir de entonces, Sharon sería conocido en el mundo árabe como “el carnicero de Sabra y Shatila”.

La repercusión mundial de tal abominable crimen forzó al gobierno israelí a destituir a Sharon, que había admitido su responsabilidad: durante los siguientes años el ex ministro aguardaría pacientemente su oportunidad de regresar a la primera línea de la política. La ocasión llegó en 2000, cuando Sharon visitó el templo de Jerusalén en un gesto que los palestinos interpretaron correctamente como una deliberada provocación. Estalló entonces la segunda Intifada, iniciándose entonces un terrible círculo vicioso de atentados suicidas palestinos seguidos por represalias por parte de las fuerzas armadas israelíes. Sharon se benefició entonces de su imagen de “duro” y al año siguiente fue elegido Primer Ministro, con lo cual pudo consumar su principal objetivo: sepultar el acuerdo de Oslo de 1993, por el cual Israel se había obligado a devolver Cisjordania y Gaza y aceptar la creación de un Estado palestino.

Sharon no tardó en satisfacer las expectativas que los sionistas más fanáticos habían depositado en él. Cada atentado fue respondido con represalias indiscriminadas cuya brutalidad es testimoniada por la cifra de muertos palestinos, que triplicaron holgadamente el número de víctimas de los atentados suicidas. La venganza incluyó también la demolición de las casas de los familiares de los kamikaze, a pesar de la encendida crítica por parte de grupos pacifistas y de derechos humanos israelíes contra tal inhumana medida. El extraordinario coraje civil de dichas agrupaciones honra al pueblo judío y constituye una de los escasos destellos de esperanza en este conflicto aparentemente sin fin.

Simultáneamente, el Primer Ministro israelí inició una serie de “eliminaciones selectivas”, cínico eufemismo que denomina el asesinato de sospechosos al margen de toda norma legal. Pero no sólo dichas personas fueron víctimas de dichas operaciones: también murieron centenares de civiles inocentes cuyo único crimen fue vivir en el mismo edificio que el “objetivo” o hallarse en las cercanías de su automóvil en el momento de impactar el misil fatídico. 

Cuando 14 soldados cayeron víctimas de una emboscada al irrumpir en el campo de refugiados de Jenín, Sharon dio rienda suelta a sus instintos más sanguinarios e hizo revivir los días de Sabra y Shatila: como venganza los tanques israelíes penetraron a sangre y fuego en el campamento, provocando según fuentes palestinas más de 500 víctimas. Tal terrible crimen fue coronado con la descarada prohibición de ingresar a Jenín a una comisión investigadora enviada por las Naciones Unidas: recién meses después, eliminadas ya las evidencias de la masacre, los subordinados del pusilánime Koffi Annan presentarían un simulacro de informe absolviendo a Israel, añadiendo un testimonio más de la inmoral inoperancia de la ONU.

El gobierno israelí completaría dichas matanzas con una serie de medidas que poco tienen que envidiar a las infames leyes de discriminación racial dictadas por los nazis: por ejemplo, el siniestro muro erigido en torno a (o mejor dicho dentro de) Cisjordania, que divide a aldeas y familias y despoja a los palestinos del 15 % de su ya diminuto territorio; y la aberrante prohibición a los palestinos de heredar tierras, con el fin de asignar dichos terrenos “sin dueño” a colonos judíos, muchos de los cuales son “desperados” oriundos de la ex Unión Soviética dispuestos a todo y empleados por Sharon como carne de cañón en la anexión de territorio palestino.

Si bien Sharon dispuso en 2005 el levantamiento de los minúsculos asentamientos judíos en la franja de Gaza, tal medida fue simplemente una muestra de realismo y distó de obedecer a la filantropía. En medio de una población palestina hostil, el mantenimiento de tales cabezas de puente era en relación coste-eficacia un capricho absurdo y oneroso para una economía jaqueada por la desaparición del turismo a raíz de la Intifada y el exorbitante presupuesto militar y que depende en gran medida de los 3.000 millones de dólares anuales girados por Estados Unidos. Calificar a Sharon de promotor de la paz por dicha medida es algo tan ridículo como atribuir la humillante retirada norteamericana de Vietnam al buen corazón del presidente Nixon…

Así concluye esta “cuenta del carnicero”. Como puede verse, Ariel Sharon no fue el estadista de amplia visión que sus panegiristas intentan presentar. No fue tampoco el arquitecto de la paz en Medio Oriente. Se trató en cambio de uno de los genocidas más infames de la historia contemporánea, y con su desaparición el mundo ha devenido en un lugar un poco más digno para vivir.